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Histórias de Costa Rica III

Por Fernando Fernández González

para Soho

Cuando naciste, oh monstruo
bendito, en la humilde zapatería
de Fausto Leiva, mi madre tendría
nueve años y yo quince bajo cero.

Oda: composición poética del género lírico en la cual se expresa la admiración exaltada por algo
o alguien.
Monstruo: ser fantástico que causa espanto (Diccionario de la RAE)

Cuando naciste, oh monstruo bendito, en la humilde zapatería de Fausto Leiva gracias
a la perseverancia de Roberto “Beto” Fernández y al patrocinio y la fe incondicional
de don Ricardo Saprissa, mi madre tendría nueve años y yo quince bajo cero. Pero
no sé explicar por qué razón, en 1935 mi corazón ya latía en el firmamento morado
bajo el ritmo del eo… eo… eo.

Hoy, después de 72 años de tu nacimiento y 57 del mío, me atrevo equipo de mis equipos a
pedirte que me dejes recordar algunos pasajes de mi militancia morada a través de los años.
Permíteme, bestia colosal, recrear mi desbordante júbilo y perenne ilusión cuando de la mano
de papá, con tan solo cuatro años, iba religiosamente los domingos al Estadio Nacional a ver
jugar a los Chaparritos de Oro, aquel cuadro que le dio la vuelta al mundo jugando 25
partidos en 22 naciones, de los cuales ganó 14, empató 1 y solo perdió 7. Amén.

Permíteme, oh monstruo sagrado, revivir los emocionantes lances del Flaco Pérez cuando les
robaba los goles a los artilleros un segundo antes del disparo letal, las corridas por la banda
derecha de Geovanny Rodríguez, la clase indiscutible de Mario Catato Cordero, la entrega
de Alex Sánchez, el estilo soberbio de Marvin Rodríguez para servir balones o la llegada
oportuna de su compañero del mediocampo Tulio Quirós. Y qué decir de las descolgadas
de Rodolfo Herrera por la pradera derecha de la gramilla, la elegancia y clase de Alvarito
Murillo –y sus goles–, el regate mortal y el driblin endemoniado de Jorge “Cuti” Monge o la
velocidad de la Rata Jiménez, legítimo extremo izquierdo, de esos que ya no se ven. Aún
lucen frescos esos momentos en mi moradísima retina, a pesar de que en esa época era un
güila de cuatro o cinco años.

También quiero relatarte, oh monstruo fantástico, la indescriptible felicidad que sentí
cuando logré arrebatarle los tacos a Eduardo “El Flaco” Chavarría luego de obtener un
cetro más, a comienzos de los sesenta. Ese día andaba con mi amigo inseparable Sergio
“La Numa” Ruiz, quien me ayudó en la difícil faena de quitarle los tacos al Flaco en el
centro de la gramilla. Después dimos rienda suelta a nuestros impulsos y corrimos
eufóricos por la amplia avenida del Paseo Colón, mostrando con orgullo a la gente y
gritando a los cuatro vientos: “tenemos los tacos del Flaco”. Esa fue la era de Chico
Hernández y del “Príncipe”, su hermano. Pero no puedo dejar de mencionar, si me lo
permites oh monstruo infinito, a otras glorias de la “S” como Edgar Marín, Evaristo
Coronado, el caballero del fútbol, Walter Elizondo, Carlitos Solano, Marquitos Rojas,
los Umaña, Rolo Fonseca, el Paté Centeno, Saborío, Gabriel Badilla y el mariachi Solís.

Permíteme, oh monstruo del Olimpo, recordar también el momento en que “Guima” me
obsequió la número 9, después de haberte regalado en tu recinto sagrado un campeonato
más con un gol postrero. La tuve conmigo un tiempo hasta que el paso de los años la fue
deteriorando y finalmente la regalé a un larguirucho obrero de construcción más morado aun
que yo.

También déjame, Monstruo de los monstruos, revivir los momentos que viví con mi hijo
Alejandro en las plateas de la Cueva. La vibra que generaban los inacabables y furibundos
abrazos que nos dábamos cada vez que la redonda besaba la red, tal vez un golazo de Sabo
en las alturas, un tiro libre del Paté, o la individual del Mariachi, con lujo. Y luego,
el festejo por las calles y avenidas de San Pedro, el grito de eeeooo en la rotonda
de la Hispanidad, tras la conquista de un nuevo campeonato. Gritos, pitos, abrazos,
banderas, cervezas y la intimidante danza de los miembros de la Ultra, ¡uy que miedo!
No se alarme, caballero, no hacen nada, ¡están felices!

Miedo me dio de verdad cuando cubría para la cadena UNIVISIÓN el segundo encuentro
de una final, a inicios de los ochenta. El Sapri necesitaba la victoria y en el segundo tiempo
se produjo una descolgada de Gerrold Drummond, ¡cómo corría ese negro por el mismo
centro del campo!, la salida del arquero y el toque mágico gol gol gol. Salté como loquito
en un entorno de color rojo y negro, ante miles de rostros haciéndome el feo,
una nota absolutamente hostil a mi demencial acción: “Mejor calmate, Chispa
–me dijo el camarógrafo en esa ocasión–, te van a linchar”. Si acaso éramos 50 morados
en el Alejandro Morera, la llamada “Catedral del Fútbol”. Evidentemente un
sacrilegio morado.

Oh Monstruo eterno, equipo nacional del Siglo, que has participado en 50 campeonatos,
conquistado 22 títulos y 14 subtítulos, déjame rendirte humilde pleitesía. Seré tu fiel
seguidor por los años que me quedan, te lo juro, hasta el último suspiro de mi vida y espero
ascender al cielo rodeado de ángeles y arcángeles de alas blancas y moradas. Y el féretro:
qué pregunta, ¡pues morado!