Por Rodolfo Arias Formoso especial para revista soho
Un estruendoso griterío se agigantaba a mis espaldas. Vítores mezclados con abucheos, aplausos con silbidos. “¡Liga Liga… Liga Liga!”. Me volví a mirar. En la fila de corredores venía un loco vestido de rojo y negro, de pies a cabeza. Una capa con el escudo de la Liga Deportiva Alajuelense, sombrero con plumas, leoncitos colgando al cuello, camiseta de bandas verticales, una corneta, más y más guindajos. La panza de birrero, por cierto, contrastaba con la capa de superhéroe.
Era el año 98, quizá 99. Yo era un fiebre del atletismo, y domingo a domingo andaba en esas carreras que van bloqueando el tránsito por donde sea que pasen. Aquella era la clásica de los odontólogos, cuesta abajo desde el centro de Heredia hasta San Rafael de Ojo de Agua. Ya habíamos pasado el túnel bajo la pista y en eso se armó el alboroto. Él contestaba los aplausos con la corneta; las rechiflas, con el puño cerrado, pero el dedo del corazón bien extendido.
Muchas veces me lo seguí encontrando, al famosísimo Ligaliga. No sé cómo se llama ni él sabe quién soy. Él personifica al alajuelense de pura cepa, alegre y jodión. Al fanático que sube al cielo cuando el equipo anda encendido y le clava uno tras otro al adversario. Al que se le hace un cardenal en el alma si los florenses o los porteños, o incluso los cartuchos que nunca la ven, se jalan una torta. Pero sobre todo si son los morados quienes nos hacen comer zacate, suceso tristísimo que por desgracia ocurre de tanto en tanto.
Ligaliga es el futbol que se desborda, el que no cabe en la cancha y las graderías y entonces invade la oficina el lunes en la mañana y atrasa un poco la atención al cliente porque manda güevo, el penal que no nos pitaron. El que da tema para horas y horas en la mesa de tragos ahí cerca del estadio, cuando al guardalíneas le agarran varas y nos pitan como 15 fueras de juego que jamás existieron. El que se traduce en miles de mensajitos por celular, el que hace a la mayoría de los lectores abrir por atrás el periódico para empezar con la página de deportes.
Por eso, al conocerlo, me vi otra vez de diez años, yendo al estadio por primera vez. Enrique Herrera, primo de mi madre y rojinegro de corazón, me llevó con Rolo y con Franklin, otros güilas del barrio. Me había convencido con sus apasionadas descripciones del Palmareño Solís, del Indio Buroy, de Juan José Gámez, la celebérrima Hormiguita Manuda, de Juan Ulloa, Chalazo Vega, Errol Daniels, y de tantos y tantos más.
El Morera Soto está que arde: ese sol contra el que no hay gorrita que valga. El león ha rugido durante 70 minutos, y solo nos quedan 20 para romper el empate. Vamos uno a uno contra el Sapri. Pero ahora el león contiene el aliento. Errol cobra un tiro libre en el vértice del área. Barrera de seis chavalos, silencio espeso que el pito del árbitro raja por la mitad.
Hay veces en la vida cuando uno desea infinitamente que algo pase. Un número de la lotería, una mujer que diga sí, un florero que cae y que uno podría coger en el aire y salvarlo. Así fue aquel momento. Mi ídolo va hacia el balón, con elegancia la toca para que salga globeadita. En cámara lenta sigo viendo el balón elevarse y describir una curva preciosa que sobrepasa la barrera y el portero morados, rozar el horizontal, irse fuera por milímetros. Minutos después un contragolpe nos derrotó.
Para el dolor no hay consuelo más inútil, ni más abundante, que el silencio. Así salimos aquella vez, de regreso al parque de los mangos, a tomarnos un fresco antes de coger el bus de vuelta. Y para el júbilo no hay combustible mejor que el grito, el estruendo, el pitazo. Así hemos salido los manudos muchas veces, ya sea del reducto glorioso que lleva el nombre del Mago del Balón, el tico que más alto haya brillado en el futbol de España, ya sea de cualquiera de los estadios del país, empezando, claro está, por el que supuestamente sirve de morada a un monstruo que alguien un poco distraído podría confundir con un dinosaurio púrpura que entretiene a los bebés en televisión.
¿Por qué seré liguista? ¿Lo deberé al rojo y al negro, así simplemente? Con seguridad esto influyó. No hay en el mundo dos colores que combinen mejor. El rojo es pasión; el negro, seriedad. El rojo es alegría; el negro, solemnidad. El rojo es la vida; el negro, la trascendencia. Y ya sin tanta paja: se ven bonitos. La Liga los escogió porque es uno de los equipos más viejos, y estaban disponibles.
Otros equipos más recientes no tuvieron ese privilegio. Uno es ese del que ya he hablado, y el cual debió contentarse con algo entre rojo y azul. Ellos se dicen “morados”, pero casi siempre han sido lilas. Otra vez fueron remolachas. Y recientemente, cuando vinieron a Uruguay (donde resido transitoriamente), un locutor comentó: “Ché… a este equipo en Costa Rica lo conocen como el monstruo violeta”. Es la tirada, repito, de haber tenido que escoger un colorcillo media tinta.
¿Deberé mi fidelidad al clima, carácter y estilo alajuelenses? No soy de ahí, pero cuando trabajé para la Mutual de Alajuela, allá por 1990, me encantó el modo de esa gente. El jefe de Informática era amigo de Mauricio Montero, el inolvidable Chunche. Un día me lo presentó. Él estaba en la cúspide, porque venían llegando del mundial de Italia, pero nada le impedía saludarme cortésmente. “¿Qué tal, Mauricio?” “Diay, aquí… ¡cuidando los cinquitos!”
Soy manudo y seguiré manudo. Lo soy desde que Enrique me llevó por primera vez al estadio, aquel domingo aciago. Soy manudo porque siempre hemos sido un equipo grande, y lo seguiremos siendo. Y además, porque entre los miles y miles de ticos que también son manudos, hay uno que se llama José Pablo y es mi sobrino.
La primera vez que fue al estadio yo lo llevé. Repetí lo que Enrique hizo conmigo 40 años atrás. Fue en Tibás. El clásico iba uno a uno, faltaban diez minutos, nos presionaban. De pronto, Carlos Hernández la clavó al ángulo, agarrándola en media cancha. Porritas medio la vio pasar. Ni el Hombre Araña la habría podido agarrar.
Soy manudo porque cuando vi a ese niño asombrarse hasta el límite, supe que el mío seguía aquí adentro, igual de asombrado, de eternamente feliz y de eternamente niño. Eso es, ya entendí: soy manudo porque el niño que llevo en mí me acompañará por siempre.