El cero a cero de los 120 minutos que se debieron jugar en Pretoria, evidenciaron exactamente lo ocurrido. Un juego muy poco vistoso, muy cerrado desde el punto de vista táctico y de tomar riesgos. Takeshi Okada ideó un 4-2-3-1 como formación inicial totalmente en función de lo que hicieran los paraguayos. Incluso Okubo, Matsui y Endo estuvieron con tanta responsabilidad defensiva, retrocediendo hasta formar un 4-5-1. Claramente Japón regaló la iniciativa a los sudamericanos. Con mucha paciencia simplemente esperaban su oportunidad para contragolpear.
El Tata Martino al contrario de Okada se desesperaba porque su equipo no lograba pasar la muralla. No encontraban los espacios. Los balones largos tampoco funcionaban porque era imposible robar la espalda a la última línea estando Japón tan metido en su propio terreno. Intentaron estirar la defensa, colocando a Benitez y Santa Cruz abiertos uno en cada banda. Intentaron probar con las incursiones al ataque de Morel y Bonet pero incluso hasta línea de fondo fueron perseguidos por Matsui y Okubo. Los japoneses demostraron una vez más por qué son apodados los Samurai Azules.
El juego cayó en un hoyo del cual no iba a lograr salir. La única forma de resolver esto fue desde los lanzamientos de penal. Era Kawashima vs Villar. Fue la frialdad de los paraguayos la que al final hizo la diferencia. Para Japón falló Komano – tal vez el más flojo lanzador que tenían disponible para la tanda – y aún cuando los japoneses parecen ser los que mejor se han adaptado al balón jabulani, el lanzamiento se fue muy alto para pegar en el horizontal.
Las lágrimas de Gerardo Martino demuestran el sufrimiento del partido y la satisfacción de hacer historia con Paraguay. El ídolo de Newell’s se consagra como entrenador. Ya nadie recuerda aquella dolorosísima derrota 6-0 contra México en la Copa América de Venezuela, momentos en los que su puesto estuvo en jaque. El proceso ha dado sus frutos.